domingo, 7 de agosto de 2011

Escepticismo (II)

Por una parte, pienso que el escepticismo es, efectivamente, un aporte valioso a nuestra sociedad. En el mundo de la ciencia, por ejemplo, el escepticismo es clave para el desarrollo y progreso de la misma: mantiene dogmas y pseudociencia alejados de las teorías científicas, promueve un debate saludable evitando las defensas irracionales basadas más en esperanzas que en evidencias empíricas y favorece el reciclaje intelectual, pues toda teoría, por muy aceptada que sea, es susceptible de ser negada si se encuentras pruebas que la refuten. En mi propia experiencia también, mi dificultad para creerme incluso los resultados de mis propios experimentos me empuja a mejorar el protocolo y con ello obtener datos bastante más fiables.

Pero no sólo es un valor positivo para la ciencia, debates sobre cualquier tema evitarían la polémica y los enfrentamientos viscerales si los participantes estuvieran más dispuestos a dudar sobre sus propias teorías y a aceptar otros puntos de vistas ante argumentos y pruebas válidos. Sin escepticismo, los debates no serían más que discusiones sin valor alguno. Si todos creyéramos estar en posesión de la verdad absoluta… Además, el escepticismo nos protege de los cada vez más numerosos fraudes, engañabobos y demás gente sin escrúpulos que se aprovecha de la inocencia humana.

Un exceso de celo, no obstante, podría resultar perjudicial. Un escepticismo demasiado duro, puede acarrear incredulidad, impedir la concepción y expansión de nuevas ideas o incluso hacernos caer en el negacionismo. Por desgracia, es habitual confundir escéptico con negacionista, como se ve en la siguiente imagen.


Puede que haya aspectos buenos y no tan buenos pero en mi opinión el verdadero escepticismo, activo y sano, es una herramienta de extremo valor para nosotros mismos y para la sociedad.

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