domingo, 13 de noviembre de 2011

Lágrimas de cielo


La lluvia arreciaba, mas nada le podía importar. Las gotas de lluvia, lágrimas de algún dios herido por la tristeza, chocaban contra su cara y se mezclaban con sus propias lágrimas, drenando la alegría hasta hace poco inagotable. La ropa mojada se pegaba a su piel pero él no parecía sentir nada más allá de la niebla que ahogaba su corazón con el dolor de una pérdida. Caminaba sin rumbo, dejándose guiar por el viento susurrando a través de los árboles, inesperado guía cuando todo lo demás le había fallado.
Mientras atravesaba la ciudad bajo la cada vez más espesa cortina de agua, su mente se torturaba rememorando una y otra vez la escueta conversación que significó el final de todo por lo que creía. Nunca pensó que una sola palabra pudiera ser capaz de causar tanto daño. Pero ella no demostró compasión alguna cuando de sus labios expulsó un afilado “adiós”, rompiendo su alma en mil pedazos y dejándole solo bajo la tormenta que amenazaba con engullir todo aquello por lo que tanto sacrificó. Y el lloró.
Sus lágrimas no cesaban de fluir mientras sus pies, esclavos de una voluntad desconocida, le llevaban a través de las calles a un destino incierto. Comenzó a recordar: la primera vez que la vio, su primer beso, la primera vez que hicieron el amor… Tantos momentos felices hechos añicos por otra persona. Por alguien que la trataba mejor, que le ofrecía mayor seguridad según se excusó aquella tarde ella. “El amor es ciego”, pensaba él “y ahora sufro el castigo por mi ceguera”. ¡Cuántas veces le había avisado Pablo, su mejor amigo, del peligro que corría! ¡Cuántas veces había tratado de hacerle ver que su amor no era puramente correspondido! No sólo no quiso creerle, sino que además rompió su relación con él por pensar que le había traicionado. Ahora, de aquellas dos personas que tanto habían significado para él, ninguna quedaba.
Sus pasos pararon y él asombrado miró a su alrededor. Estaba en el puente donde por primera vez la conoció, allí donde pensó que el destino por fin se había apiadado de su soledad. Asomado al saliente miro abajo y vio el río, revuelto y crecido, rugiendo como un monstruo hambriento. Nada recordaba al tranquilo arrollo que ellos contemplaron juntos por primera vez. Cada gota de lluvia que con fuerza chocaba contra su piel arrastraba consigo tanto alegría como tristeza, placer como dolor, sonrisas y amargura… Le desnudaban suavemente de todo sentimiento, cayendo con fuerza hacia aquel torrente ansioso por arrastrar cualquier vestigio de vitalidad que quedara en él. Una carcajada brotó de su garganta. Ironías de la vida, allí donde todo empezó todo acabaría. Cerró los ojos, dejó que la oscuridad y la lluvia lo envolviesen en su frío manto. Se despidió mentalmente de aquel que tanto le había ayudado, el único quizás que llorara su muerte. Dijo adiós al mundo, ese mundo cruel que todo le había arrebatado. Y lloró.
Un sollozo interrumpió su despedida. Curioso por su procedencia volvió su cabeza, pues tiempo no le faltaba para poner fin a su vida. Se sorprendió al ver que no estaba solo: una muchacha, empapada por la fuerte lluvia, se encontraba de pie sobre el borde opuesto del puente, llorando. Sin darse cuenta se fue acercando. Parecía joven, no tendría muchos años menos que él. El vestido, pegado contra su cuerpo, realzaba una figura hermosa y proporcionada. Su pelo, negro bajo la cortina de agua, caía suavemente sobre sus hombros, a pesar de estar tan mojado. Siguió acercándose hasta colocarse a su lado y la observó. Tenía los ojos cerrados y murmuraba ligeramente. Era sumamente atractiva, tanto que sintió pena por que quisiera poner fin a su vida. “La vida definitivamente es injusta”, pensó “si permite que una chica tan bonita eche por la borda un futuro seguramente tan prometedor”. Entonces, como si hubiera leído sus pensamientos, la joven abrió los ojos y le miró. Eran unos ojos profundos, llenos de dolor y tristeza. Le miraba con desconfianza, probablemente culpándole por observar sus últimos minutos en este mundo. Lejos de apartar la mirada, mantuvo fijos sus ojos en ella y comenzó a hablarle. “No puedo permitir que cometa semejante tontería, pues al contrario que yo ella puede todavía ser feliz” decidió, pensando que su fin podía esperar.
Le hablo de su propio dolor, de cómo él también entendía por lo que estaba pasando. Le hablo de la esperanza, don innato a la raza humana y de su poder. Le hablo de sueños, de un futuro donde la felicidad sea una meta posible. Le hablo de la inutilidad de una acción que impediría que alcanzara nunca sus sueños. La abrazó compartiendo su dolor y juntos lloraron. Juntos dejaron que aquella lluvia de lágrimas bañara sus corazones y eliminara todo el dolor que anidaba en su interior. Y se separaron con miradas de agradecimiento mutuo, prometiendo seguir viviendo por muy duro que resultase.
Al llegar a casa se despojo de las empapadas ropas y una ducha caliente le devolvió el calor arrebatado. En la cama se tumbó, exhausto y su último pensamiento antes de caer en los brazos de Morfeo fue lo tonto que había sido por no haberle pedido el teléfono a aquella chica. Pero quién sabe, quizás así era mejor, pues seguramente se merecía algo mejor de lo que él podía darle.
Al día siguiente, nada más levantarse, llamó a Pablo y quedó con él para almorzar. Se disculpó por su idiotez y le pregunto si podían volver a ser amigos como antes. La respuesta recibida fue inesperada: una carcajada que le hizo darse cuenta de que nunca habían dejado de serlo a pesar de los problemas surgidos. La sonrisa de nuevo volvió a él y junto a su nunca perdido amigo disfrutó de aquello que había estado a punto de perder.
Un mes pasó y la vida volvió a su cauce, como el río desbordado de sentimientos que estuvo a punto de engullirle. Pero todavía algo faltaba en él, seguía en posesión de un vacio que no conseguía llenar. Ese día, la lluvia volvió a caer torrencialmente. La gente corría bajo los paraguas pero a él no le molestaba. Andaba tranquilamente, sin rumbo o eso pensaba él, empapado pero ajeno a esa humedad que era dueña del ambiente. Un mes se había cumplido y su herida todavía no había sanado. Cuando sus pasos se detuvieron miró a su alrededor y una sonrisa afligida afloró en su cara. Volvía a estar en aquel puente, como hace un mes. Otra vez bajo la espesa cortina de agua. Otra vez escuchando el rugido del río al fluir.
Pero como un mes atrás, no estaba solo. Otra vez el vestido empapado, enmarcando su figura. Otra vez su pelo, su cara, sus ojos. Se acercaron en silencio, sin decir palabra como aquella vez. En silencio se abrazaron, se besaron. En silencio lloraron. Lágrimas de alegría, aplacando la ira de aquel torrente que hace un mes se creó. Y la lluvia los ocultó de miradas indiscretas, una cortina hecha de lágrimas de algún dios piadoso, conmovido por la belleza del verdadero amor.

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