La lluvia arreciaba, mas nada le podía importar. Las gotas de lluvia,
lágrimas de algún dios herido por la tristeza, chocaban contra su cara y se
mezclaban con sus propias lágrimas, drenando la alegría hasta hace poco
inagotable. La ropa mojada se pegaba a su piel pero él no parecía sentir nada
más allá de la niebla que ahogaba su corazón con el dolor de una pérdida. Caminaba
sin rumbo, dejándose guiar por el viento susurrando a través de los árboles,
inesperado guía cuando todo lo demás le había fallado.
Mientras atravesaba la ciudad bajo la cada vez más espesa cortina de
agua, su mente se torturaba rememorando una y otra vez la escueta conversación
que significó el final de todo por lo que creía. Nunca pensó que una sola
palabra pudiera ser capaz de causar tanto daño. Pero ella no demostró compasión
alguna cuando de sus labios expulsó un afilado “adiós”, rompiendo su alma en
mil pedazos y dejándole solo bajo la tormenta que amenazaba con engullir todo
aquello por lo que tanto sacrificó. Y el lloró.
Sus lágrimas no cesaban de fluir mientras sus pies, esclavos de una
voluntad desconocida, le llevaban a través de las calles a un destino incierto.
Comenzó a recordar: la primera vez que la vio, su primer beso, la primera vez
que hicieron el amor… Tantos momentos felices hechos añicos por otra persona.
Por alguien que la trataba mejor, que le ofrecía mayor seguridad según se excusó
aquella tarde ella. “El amor es ciego”, pensaba él “y ahora sufro el castigo
por mi ceguera”. ¡Cuántas veces le había avisado Pablo, su mejor amigo, del
peligro que corría! ¡Cuántas veces había tratado de hacerle ver que su amor no
era puramente correspondido! No sólo no quiso creerle, sino que además rompió
su relación con él por pensar que le había traicionado. Ahora, de aquellas dos
personas que tanto habían significado para él, ninguna quedaba.
Sus pasos pararon y él asombrado miró a su alrededor. Estaba en el
puente donde por primera vez la conoció, allí donde pensó que el destino por
fin se había apiadado de su soledad. Asomado al saliente miro abajo y vio el
río, revuelto y crecido, rugiendo como un monstruo hambriento. Nada recordaba
al tranquilo arrollo que ellos contemplaron juntos por primera vez. Cada gota
de lluvia que con fuerza chocaba contra su piel arrastraba consigo tanto
alegría como tristeza, placer como dolor, sonrisas y amargura… Le desnudaban
suavemente de todo sentimiento, cayendo con fuerza hacia aquel torrente ansioso
por arrastrar cualquier vestigio de vitalidad que quedara en él. Una carcajada
brotó de su garganta. Ironías de la vida, allí donde todo empezó todo acabaría.
Cerró los ojos, dejó que la oscuridad y la lluvia lo envolviesen en su frío
manto. Se despidió mentalmente de aquel que tanto le había ayudado, el único
quizás que llorara su muerte. Dijo adiós al mundo, ese mundo cruel que todo le
había arrebatado. Y lloró.
Un sollozo interrumpió su despedida. Curioso por su procedencia volvió
su cabeza, pues tiempo no le faltaba para poner fin a su vida. Se sorprendió al
ver que no estaba solo: una muchacha, empapada por la fuerte lluvia, se
encontraba de pie sobre el borde opuesto del puente, llorando. Sin darse cuenta
se fue acercando. Parecía joven, no tendría muchos años menos que él. El
vestido, pegado contra su cuerpo, realzaba una figura hermosa y proporcionada.
Su pelo, negro bajo la cortina de agua, caía suavemente sobre sus hombros, a
pesar de estar tan mojado. Siguió acercándose hasta colocarse a su lado y la
observó. Tenía los ojos cerrados y murmuraba ligeramente. Era sumamente
atractiva, tanto que sintió pena por que quisiera poner fin a su vida. “La vida
definitivamente es injusta”, pensó “si permite que una chica tan bonita eche
por la borda un futuro seguramente tan prometedor”. Entonces, como si hubiera
leído sus pensamientos, la joven abrió los ojos y le miró. Eran unos ojos
profundos, llenos de dolor y tristeza. Le miraba con desconfianza,
probablemente culpándole por observar sus últimos minutos en este mundo. Lejos
de apartar la mirada, mantuvo fijos sus ojos en ella y comenzó a hablarle. “No
puedo permitir que cometa semejante tontería, pues al contrario que yo ella
puede todavía ser feliz” decidió, pensando que su fin podía esperar.
Le hablo de su propio dolor, de cómo él también entendía por lo que
estaba pasando. Le hablo de la esperanza, don innato a la raza humana y de su
poder. Le hablo de sueños, de un futuro donde la felicidad sea una meta
posible. Le hablo de la inutilidad de una acción que impediría que alcanzara
nunca sus sueños. La abrazó compartiendo su dolor y juntos lloraron. Juntos
dejaron que aquella lluvia de lágrimas bañara sus corazones y eliminara todo el
dolor que anidaba en su interior. Y se separaron con miradas de agradecimiento
mutuo, prometiendo seguir viviendo por muy duro que resultase.
Al llegar a casa se despojo de las empapadas ropas y una ducha caliente
le devolvió el calor arrebatado. En la cama se tumbó, exhausto y su último pensamiento
antes de caer en los brazos de Morfeo fue lo tonto que había sido por no
haberle pedido el teléfono a aquella chica. Pero quién sabe, quizás así era
mejor, pues seguramente se merecía algo mejor de lo que él podía darle.
Al día siguiente, nada más levantarse, llamó a Pablo y quedó con él
para almorzar. Se disculpó por su idiotez y le pregunto si podían volver a ser
amigos como antes. La respuesta recibida fue inesperada: una carcajada que le
hizo darse cuenta de que nunca habían dejado de serlo a pesar de los problemas
surgidos. La sonrisa de nuevo volvió a él y junto a su nunca perdido amigo
disfrutó de aquello que había estado a punto de perder.
Un mes pasó y la vida volvió a su cauce, como el río desbordado de
sentimientos que estuvo a punto de engullirle. Pero todavía algo faltaba en él,
seguía en posesión de un vacio que no conseguía llenar. Ese día, la lluvia
volvió a caer torrencialmente. La gente corría bajo los paraguas pero a él no
le molestaba. Andaba tranquilamente, sin rumbo o eso pensaba él, empapado pero
ajeno a esa humedad que era dueña del ambiente. Un mes se había cumplido y su
herida todavía no había sanado. Cuando sus pasos se detuvieron miró a su
alrededor y una sonrisa afligida afloró en su cara. Volvía a estar en aquel
puente, como hace un mes. Otra vez bajo la espesa cortina de agua. Otra vez
escuchando el rugido del río al fluir.
Pero como un mes atrás, no estaba solo. Otra vez el vestido empapado,
enmarcando su figura. Otra vez su pelo, su cara, sus ojos. Se acercaron en
silencio, sin decir palabra como aquella vez. En silencio se abrazaron, se
besaron. En silencio lloraron. Lágrimas de alegría, aplacando la ira de aquel
torrente que hace un mes se creó. Y la lluvia los ocultó de miradas
indiscretas, una cortina hecha de lágrimas de algún dios piadoso, conmovido por
la belleza del verdadero amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por compartir tu mirada